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declararle la causa del mal. Estaba delante de su
madre. En la segunda, a solas con él, le contó
todo, punto por punto. - Pero, por qué no me lo
dijiste ayer? - exclamó el médico. - Vea, señor
doctor, respondió Juan, no me convenía: ítenía
miedo de que mi madre me ajustase las cuentas! -
El amor a su madre iba unido a un justo temor
reverencial. El doctor le aplicó los remedios
oportunos, ya que el mal era interno. A pesar de
todo, no logró restablecerse hasta después de casi
tres meses; luego volvió a sus aventuras, como si
nunca hubiera experimentado lo que es tener miedo;
sin embargo, desde aquel día, cada vez que pasaba
cerca de la encina, sentía escalofrío y temblaba.
Algún tiempo después, habiendo empezado Juan a
asistir a la escuela de Morialdo, sucedió otro
hecho que, entre los muchos que manifiestan en él
una sensibilidad de corazón nada común, muestra
también el propósito precoz de consagrar a Dios
todos sus afectos sin excepción alguna. Tenía unos
diez años y, habiendo cazado un precioso mirlo, lo
metió en una jaula, lo domesticó y le enseñó a
cantar, silbándole al oído durante largas horas
unas notas hasta que las aprendió. Aquel pájaro
era su delicia; hasta tal punto estaba encantado
con él, que casi no pensaba sino en su mirlo,
durante los recreos, las horas de estudio y hasta
en la escuela. Pero no hay bien que cien años
dure. Un día, al llegar de la escuela, corrió en
busca de su mirlo para jugar con él. íAy dolor!
encontró la jaula manchada de sangre y el pobre
pajarillo muerto dentro, destrozado y medio
devorado. Un gato le había apresado por la cola y,
al intentar sacarlo fuera de la jaula, le había
dejado maltrecho y muerto. A la vista de aquel
espectáculo, el jovencito se sintió tan conmovido
que se puso a sollozar y su llanto duró varios
días, sin que nadie lograra consolarle. Al fin se
paró a pensar en el motivo de su dolor, en la
frivolidad del objeto en el que había depositado
su afecto, en la vanidad de las cosas de este
mundo, y tomó una resolución superior a su edad:
Hizo propósito de no apegar su corazón nunca más a
ninguna cosa de esta tierra. Así lo prometió y así
lo cumplió, hasta que encontró en Chieri al joven
Luis Comollo. Juan no supo resistir ante su candor
viriginal, ((**It1.119**)) su
pureza y sencillez de costumbres, y entabló con él
una tierna e íntima amistad. Y aunque aquel afecto
no tenía nada de terreno y sensible, sino que era
del todo santo y encaminado únicamente a la
perfección de ambos, sin embargo también acabó por
arrepentirse de él. La pena que experimentó a la
muerte de su amigo fue tan vivamente sentida, que
hizo un nuevo propósito de que nadie más, salvo el
Señor, sería dueño de su corazón. Y sabemos,
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